La pobreza es hoy considerada no meramente un fenómeno económico, sino también como la falta de voz y de derechos. Una persona es pobre cuando es vulnerable e impotente.
Ese salto conceptual conlleva grandes repercusiones. Implica que el desarrollo mismo se basa en los derechos de la gente y tales derechos forman parte integral de los procesos y políticas de desarrollo.
En los años setenta y ochenta, América Latina y el Caribe llegaron primero a los derechos políticos y democráticos con un rezago clarísimo en materia de derechos civiles y libertades públicas, para no hablar de los derechos económicos y sociales. Hoy, sin embargo, los derechos civiles y políticos por una parte y los derechos económicos sociales por la otra, se consideran como las dos caras de una moneda, más que visiones competitivas o incompatibles para los países en vías de desarrollo.
Pero si bien es cierto que el cambio pacífico de régimen y la alternancia en el poder por la vía de las urnas ya se ha dado en casi todos nuestros Estados, hoy se abre un abanico distinto de preocupaciones. Por un lado aparece el fenómeno de las denominadas “democracias iliberales” en las cuales la protección efectiva de los derechos ciudadanos terminó enredada en los pantanos del reglamentarismo legal, tan típico de nuestra región. La persistente debilidad de las instituciones de justicia, de auditoría y de control del gasto público hace que la ley sólo funcione con eficiencia para una elite privilegiada. Pero la garantía de los derechos fundamentales de los ciudadanos requiere una “democracia incluyente”, que proteja los derechos de las minorías, prevea la separación de poderes y vele por la responsabilidad pública y la rendición de cuentas.
También es preocupante la prevalencia de lo que el politólogo Guillermo O’Donnell llamara “democracias delegativas”, donde la participación ciudadana se limita en gran medida al momento electoral. Posteriormente las funciones de gobierno son delegadas casi por completo en la figura presidencial, donde se suelen personalizar a tal punto que se recae en el caudillismo político, el clientelismo y la corrupción. A la hora de examinar la responsabilidad pública frente a los ciudadanos, los derechos de la gente no aparecen protegidos adecuadamente frente al soberano.
Estas tendencias amenazan la nueva concepción del derecho al desarrollo. Dicha noción comienza a tomar forma como derecho de “tercera generación” consagrada en el artículo 55 de la Carta de la ONU. Supone no sólo un derecho a la autodeterminación, “sino la obligación para el Estado de asegurarlo”. La base de esta prerrogativa la constituye la igualdad de oportunidades en términos de salud, educación, vivienda, alimentos, empleo y justa distribución del ingreso.
Lo que resulta claro es que el debate sobre la garantía y protección de estos derechos rebasa la esfera de lo jurídico para penetrar en el campo de la política económica—y especialmente de la política fiscal. En efecto, la protección de estos derechos tiene un costo específico que debe ser reconocido de manera abierta e incorporado en el debate público sobre la asignación de recursos. Se requiere de medidas legislativas, presupuestales y de recursos judiciales. Todo ello obliga a examinar un asunto ordinariamente ignorado, como es el costo de los derechos de los ciudadanos y las implicaciones fiscales que tendrá la garantía de un derecho. Ese es uno de los grandes debates que se viene alrededor del modelo de desarrollo.
Los derechos políticos y civiles y las libertades democráticas ocupan un lugar destacado en la perspectiva del desarrollo, aunque todavía resulta muy difícil cuantificarlos. Son trascendentales para el fortalecimiento de la capacidad de los pobres y los excluidos pero también hacen parte de los deberes del Estado. Y como se ha establecido, tienen un “costo económico” aunque la definición de una política públicaeconómica y fiscal sobre el tema estará gobernada enteramente por consideraciones políticas.
Este costo deberá ser asumido por los gobiernos de la región de manera deliberada y contundente. La democracia liberal está basada en un Estado de Derecho cuyas metas esenciales son la garantía de la igualdad política y legal y la sujeción de la acción pública a la ley. La igualdad debe ser redefinida y reafirmada como la observancia de los derechos fundamentales, pues la esencia de la democracia en términos de su calidad estará determinada por la observancia de tales principios. Y de allí fluye el concepto de su desempeño y de sus resultados a la hora de evaluar la calidad de la democracia, para revalidar permanentemente su eficacia. En consecuencia, los termómetros globales de democracia hoy en boga van a medir esencialmente el grado de cumplimiento de los derechos de la gente.