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Dése una vuelta por un café céntrico de cualquier ciudad latinoamericana y tarde o temprano alguien le hablará de la maldita burocracia.

Es probable que la historia gire en torno a un trámite para pagar impuestos a la propiedad, gestionar una licencia de conductor o algo por el estilo. Es también posible que el relato mencione esperas interminables, funcionarios descorteses y complicaciones absurdas. Habrá lamentos y risas, pero también expresiones de indignación.

Hace dos décadas, cuando en la mayor parte de América Latina y el Caribe el Estado era el proveedor exclusivo de los servicios, la gente se resignaba a aceptar la mala calidad de los servicios como un factor ineludible de la vida. En situaciones donde el gobieno era la principal fuente de trabajo y de estabilidad financiera, pocos estaban dispuestos a criticar esas deficiencias. Recientemente, sin embargo, la privatización parcial del sector público, una mayor competencia y la introducción de nuevas tecnologías han logrado revitalizar los servicios en áreas como telecomunicaciones, energía, abastecimiento de aguas, transporte e incluso recolección de residuos. Aunque la privatización no ha funcionado siempre bien, en la mayoría de los casos ha provocado evidentes mejoras y una muy necesaria atención a la calidad de los servicios y a la satisfacción del cliente.

Pero es evidente que algunos servicios como salud pública, educación, policía y recaudación de impuestos no podrán ser totalmente privatizados. Y el contraste de calidad entre estos servicios y los del sector privado resulta cada día más claro. En nuestra era de transacciones instantáneas vía Internet, los gobiernos parecen haberse quedado estancados en los tiempos del sello de goma.

Caro y lento. El problema, no obstante, va mucho más allá de las largas esperas. La lentitud de las burocracias se traduce en un costo de miles de millones de dólares para el mundo de los negocios y repercute negativamente en la competitividad de las empresas nacionales. A pesar de las privatizaciones, el gasto público continúa siendo el principal recurso de los gobiernos de América Latina para enfrentar sus problemas sociales más urgentes. Sin embargo, en muchos países es imposible determinar exactamente de qué forma las entidades públicas invierten sus presupuestos o si realmente están contribuyendo a reducir la pobreza o a mejorar la educación. A falta de pruebas que demuestren lo contrario, muchos ciudadanos asumen que los servicios públicos existen para mantener nóminas masivas de burócratas y para desviar fondos públicos a funcionarios corruptos. Ese tipo de recelo contribuye a minar la confianza del ciudadano en las instituciones democráticas.

Los políticos son cada día más conscientes de esta realidad y de su precio. Las campañas de candidatos a cargos públicos incluyen rutinaria y religiosamente propuestas y promesas para reorganizar el sector público y mejorar la calidad de sus servicios. El ulterior fracaso de esas propuestas es también un fenómeno rutinario. Pareciera que no existe empresa más difícil que la de transformar gigantescas y anticuadas burocracias en entidades ágiles, eficientes y orientadas al consumidor. Este informe especial examina la experiencia de Uruguay y Chile, dos países que han iniciado un esfuerzo deliberado por lograr esa transformación.

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