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Nuevas reglas

¿Por qué algunos gobiernos son mejores que otros?

Porque tienen mejores políticos, naturalmente. En países democráticos está es una explicación atractiva porque brinda una solución si el gobierno de turno no resulta ideal. El electorado puede deshacerse de los gobernantes ineptos en el siguiente comicio. Con un poco de suerte, el próximo elenco de administradores de la cosa pública será mejor.

Este tipo básico de referendo sobre la calidad de gobierno está teniendo lugar con llamativa regularidad en América Latina. Con algunas excepciones, en los últimos 15 años la transferencia pacífica del poder mediante elecciones limpias y abiertas se ha hecho motivo de orgullo cívico para la región.

Pero algo falta. Aunque las encuestas de opinión indican que los latinoamericanos prefieren la democracia a otras formas de gobierno, las encuestas revelan también una profunda desilusión con la forma en que se la practica en la región. Incesantes denuncias de corrupción en el sector público, combinadas con el fracaso generalizado en la reducción de la desigualdad y la pobreza, han movido a muchos a perder la fe en los políticos y en los partidos políticos en general. Hasta hay quienes cuestionan la utilidad de la democracia.

¿Esa desazón es culpa de los políticos? Históricamente, la respuesta bien podría haber sido sí. La saga política de la región está llena de caudillos y autócratas. Aun durante la transición de las dictaduras a la democracia ocurrida en los años ochenta, los líderes partidarios carismáticos dominaron la escena política. Estos hábiles dirigentes establecieron la agenda de sus partidos, forjaron coaliciones con otros líderes y llegaron a acuerdos con los militares, sin dar mayor participación a sus bases.

Pero en la última década, a medida que las elecciones se volvieron rutinarias, la estatura de los líderes partidarios han disminuido gradualmente por persistentes problemas como la corrupción y el prevaricato que parecen resucitar con cada nuevo gobierno. Los medios de difusión latinoamericanos compiten por sacar a relucir abusos en los poderes ejecutivos, las legislaturas, las comisiones electorales, los tribunales, las aduanas y la policía.

Pero aunque los latinoamericanos han afirmado su derecho a sacar del poder al gobierno de turno cada tantos años, no han logrado la capacidad de controlar la conducta de los políticos mientras están en el poder. Un nuevo informe del BID, Desarrollo Más Allá de la Economía, examina de cerca los obstáculos que esta falta de rendición de cuentas implica para la posibilidad de que las democracias aceleren el crecimiento económico y la justicia social. Una forma de analizar el problema, dicen los autores del informe, es ver la relación entre la rendición de cuentas y el desarrollo en términos de un contrato. Antes de una elección, los candidatos prometen prestar ciertos servicios (por ejemplo mejor salud pública, administración honesta y eficiente, etc.) a cambio del voto. Pero después de la elección, el electorado encuentra no sólo que el "contrato" suele ser ignorado, sino que no tiene forma de hacerlo cumplir hasta la próxima elección. En el peor de los casos, esa sensación de impotencia genera un círculo vicioso. Los cínicos y apáticos le dan la espalda a un sistema político que consideran fuera de control; la ausencia de críticos en la opinión pública le brinda a los corruptos un mayor margen para cometer atropellos.

Paradójicamente, esta situación ha llevado a muchos observadores a la conclusión de que en realidad los políticos no son la raíz del problema. Esos observadores culpan a la falta de leyes, normas e instituciones capaces de controlar a los políticos y de forzarlos a rendir cuentas por sus actos.

Ese viraje en el énfasis, de las personalidades políticas a la calidad de leyes e instituciones, se nota en distinto grado casi todos los países de América Latina y el Caribe.

En algunos casos ha tomado forma de campañas generales contra la corrupción, emprendidas por el gobierno, por agrupaciones cívicas, o por ambos. En otros, el acento está puesto en acabar con los abusos en ciertos servicios públicos como las aduanas o la policía. Varios países han emprendido programas en gran escala para reformar sus sistemas judiciales. Otros están experimentando con fórmulas para hacer más transparente la labor legislativa y más sensible a los intereses de la ciudadanía.

Para ilustrar cómo un país busca mejorar la calidad de su gobierno, este artículo describe la experiencia de Bolivia.

Etapas de gobernabilidad.
En 1982, tras décadas de inestabilidad política y dictaduras militares, Bolivia inició uno de sus más largos períodos ininterrumpidos de gobierno democrático. Durante una reciente entrevista en su despacho en La Paz, el actual vicepresidente boliviano, Jorge Quiroga, describió ese hito como la primera etapa de la evolución de su país hacia la gobernabilidad. "Ese año restablecimos la democracia, pero era una democracia completamente ingobernable", recordó. Los numerosos partidos políticos de Bolivia tenían escasa experiencia en el arte de gobernar, y el poder legislativo se convirtió en un caótico "todo vale" en donde cada grupo intentaba imponer su agenda y pocos estaban dispuestos a ceder terreno. "No había presupuestos públicos, y no se aprobó absolutamente ninguna ley", señaló el vicepresidente.

La segunda etapa de gobernabilidad, según Quiroga, surgió cuando los titulares de los principales partidos políticos acordaron formar alianzas parlamentarias que permitieran aprobar leyes y llevar a cabo algunos programas mínimos que beneficiaran a la gente. Pero esos acuerdos no tuvieron aporte alguno de las bases partidarias. Asimismo, los pactos tendían a excluir de toda concesión a los partidos o grupos de intereses que no formaban parte de la coalición de gobierno. En realidad, subraya Quiroga, era virtualmente imposible que un legislador de oposición presidiera una comisión parlamentaria importante o desempeñase un papel relevante dentro de la coalición de gobierno.

Pese a esos defectos, estos acuerdos quebraron el atascadero partidario en el poder legislativo y abrieron paso a una serie de cruciales reformas estructurales. Durante los años ochenta, la legislatura aprobó un programa masivo de privatización, reformó el sistema impositivo y cerró bancos estatales deficitarios, por citar sólo algunas de las medidas que hubieran sido imposibles sin las coaliciones.

Aunque esas reformas eran generalmente aprobadas por el electorado boliviano, el sistema político tenía todavía muy poca credibilidad. Debido a que estaban esencialmente marginados del proceso de gobierno, los partidos de oposición tendían a desacreditar cada una de las políticas del gobierno de turno y a prometer una agenda radicalmente diferente. Pero el mayor problema se debía al proceso electoral mismo. La institución encargada de los comicios estaba controlada por los partidos políticos y los resultados de las votaciones eran normalmente anulados o adulterados en negociaciones secretas. Durante las elecciones presidenciales de 1989, los abusos fueron tan patentes que el episcopado de la Iglesia Católica se sumó a decenas de organizaciones cívicas para reclamar una reforma radical del sistema electoral.

Nuevas reglas. Esa crisis llevó a lo que Quiroga describió como la tercera etapa de Bolivia con la gobernabilidad. En una serie sin precedentes de encuentros de máximo nivel en 1990 y 1991, líderes de todo el espectro político acordaron forjar un nuevo conjunto de normas para instituciones públicas y políticas. "Fueron acuerdos globales entre partidos mayoritarios y minoritarios, entre gobierno y oposición, para hacer cambios permanentes a las instituciones del país", afirmó Quiroga.

El cambio más inmediato fue en el sistema electoral. Los partidos políticos aceptaron delegar el manejo de los comicios y de todos los asuntos relacionados a una nueva corte electoral, completamente independiente (ver recuadro en la página 12). Un aspecto clave de esta nueva corte fue la exigencia de que cada uno de sus cinco directores renunciara a toda afiliación política y fuera confirmado por dos tercios de la legislatura. Debido a que ninguna coalición política nunca había logrado tal supermayoría en la legislatura boliviana, este requisito garantizó esencialmente que siempre sería necesario conseguir el apoyo de la oposición para confirmar a esos jueces. Según el analista político paceño Carlos Toranzo, autor de numerosos trabajos sobre reformas institucionales en Bolivia, la noción de una corte electoral explícitamente despolitizada era tan atrayente que pronto se tornó en "una de las instituciones más legítimas que Bolivia haya tenido". Por cierto, la corte electoral tuvo tanto éxito, según Toranzo, que llevó al poder legislativo a reformar el proceso de designación de los titulares de virtualmente todas las instituciones públicas de Bolivia. En el pasado, esas designaciones eran botín de guerra para la coalición vencedora. Cada nuevo gobierno reemplazaba virtualmente toda la plana mayor del sector público con sus propios aliados.

Ahora, la confirmación por dos tercios de los votos en la legislatura rige para la ratificación del nombramiento de jueces de la Corte Suprema, directores del Banco Central, jefes de aduanas y miembros de entes reguladores. Asimismo, rige para instituciones creadas recientemente, como el Tribunal Constitucional, el Consejo Judicial Nacional (encargado de designar jueces de rango menor) y el Representante del Interés Público. Más aún, con el fin de asegurar continuidad y evitar interferencias políticas, los nuevos nombramientos no vencen sino hasta después del mandato del gobierno actual.

El vicepresidente Quiroga dijo que el aspecto más singular de este proceso de edificación institucional es el vigoroso consenso logrado en un escenario político donde ningún partido ha conseguido más de 25 por ciento de las bancas en el Congreso.

"En los pasados dos años hemos puesto en funciones a 76 funcionarios con este nuevo procedimiento", destacó. "En promedio, fueron confirmados por 85 por ciento de los votos".

Un congreso que funciona. La evaluación de los antecedentes y el desempeño de los altos funcionarios públicos es un nuevo papel para la legislatura boliviana. Esta función apunta a lo que Quiroga llama la pendiente "cuarta etapa" de la gobernabilidad en Bolivia. "Hasta hace poco, el Congreso era poco más que una polea de transmisión para las decisiones tomadas por líderes partidarios y leyes redactadas por el Poder Ejecutivo", explicó. Aunque eso tal vez era aceptable durante el período de reformas estructurales urgentes en los años ochenta, Quiroga cree que el electorado ahora espera más de sus representantes.

"Los retos que enfrentamos ahora son la pobreza, la vivienda, la educación, la salud pública y la necesidad de reformar instituciones como el poder judicial y nuestras leyes penales, comerciales y civiles", dijo. "Esos son asuntos que, según nuestra Constitución, deben ser tratados en la legislatura. De manera que el imperativo presente es conseguir que nuestra legislatura funcione plenamente, para dar a la gente un medio de influir en la legislación y obligar a la rendición de cuentas".

Ese imperativo también resultó evidente para el gobierno del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, predecesor del actual primer mandatario boliviano, Hugo Banzer Suárez. Como parte de su programa de reformas, el gobierno de Sánchez de Lozada procuró apoyo financiero para establecer un Programa Nacional de Gobernabilidad. Lanzado a comienzos de 1997, merced a un crédito de 12 millones de dólares del BID, el programa apunta a modernizar el poder legislativo y fortalecer la capacidad administrativa de la Corte Nacional Electoral, entre otras actividades. En un notable ejemplo de continuidad política, el gobierno de Banzer adoptó el programa de gobernabilidad y ha promovido vigorosamente sus metas. El vicepresidente Quiroga, quien funge como presidente del Congreso Nacional, preside la comisión ejecutiva del programa y es un vehemente defensor de sus objetivos. (Vea la nota "Un congreso de cristal" en este número).

Según Quiroga, el gobierno de Banzer considera al programa de gobernabilidad como parte de una política más amplia para combatir la corrupción en el sector público. Una iniciativa conocida como Plan Integridad se enfoca en tres áreas: la reforma judicial, los sistemas de administración y los llamados "sectores vulnerables". Esta última categoría es resultado de una encuesta donde se pidió a los consultados que apuntaran a los servicios públicos que consideraban más infectados de corrupción. "Las respuestas más frecuentes fueron aduanas, compras del gobierno, administración impositiva y la policía", recuerda Quiroga. "De manera que implantamos programas de reformas en cada uno de ellos".

En el caso del servicio aduanero, por ejemplo, el Congreso aprobó un nuevo conjunto de regulaciones y confirmó en sus cargos a una nueva plana mayor compuesta por profesionales. "Asimismo hemos reformado nuestro sistema de adquisiciones y hemos implantado controles y un proceso de apelación que es muy simple y transparente", señaló. Las reformas de la policía y del sistema impositivo progresan también, pero a ritmo más lento.

¿Interpretarán los bolivianos con estas medidas que la calidad del gobierno está mejorando? Quiroga dice que es prematuro pronunciarse en ese sentido, pero cree que la cuestión será decidida en última instancia más en el ámbito de los gobiernos municipales que al nivel nacional. Bolivia ha estado transfiriendo sistemáticamente a gobiernos locales y regionales la autoridad presupuestaria sobre el gasto en infraestructura y servicios sociales. "Hace diez años, 70 por ciento de toda la inversión pública era controlada por el gobierno central", apunta. "Ahora ese mismo porcentaje está siendo transferido a gobiernos departamentales y municipales".

Podría decirse que ese es el aspecto más radical de la evolución de Bolivia hacia un nuevo concepto de gobierno, considerando que rompe siglos de tradición de centralismo. Sin embargo, dentro y fuera del gobierno los ciudadanos bolivianos dicen que hasta ahora los resultados han sido desparejos. Si bien las municipalidades han tomado con entusiasmo la posibilidad de decidir cómo gastar sus presupuestos, muchas de ellas han hecho uso dudoso de fondos públicos. En el ámbito municipal, pocos funcionarios públicos tienen la pericia administrativa necesaria para planear e implementar debidamente un presupuesto. El viejo espectro del favoritismo político, otrora confinado al nivel federal, ha aparecido ahora en pequeñas localidades a medida que los partidos políticos se disputan el control de las finanzas municipales.

"No nos va a servir de mucho tener procedimientos de compras transparentes y una buena administración pública a nivel central si el sistema no funciona a nivel municipal", advierte Quiroga. El analista político Toranzo está de acuerdo y agrega que el mayor problema es la falta de supervisión y control ciudadano en las municipalidades. Aunque la mayoría de las jurisdicciones tienen ahora comisiones de auditoría formadas por vecinos que deben velar por el manejo correcto de los fondos públicos, en la práctica muchas de esas comisiones se han politizado y pocas cumplen celosamente sus tareas de fiscales, sostiene Toranzo.

Claro que ayudaría tener mejores leyes, mejores instituciones y mejores legisladores, pero en última instancia, sólo los propios ciudadanos de Bolivia podrán mejorar su gobierno.

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