Según el calendario, a estas alturas de la vida Héctor Muñoz tendría que estar disfrutando del reposo del guerrero. Sin embargo, a sus 69 años este chileno sigue en la lucha diaria para ganarse la vida.
Muñoz trabaja como vendedor de una fábrica de productos de papel en Santiago. Es el único asalariado en una familia que incluye a su esposa Eugenia, de 61 años y su suegra, María Josefa, de 90. Por el momento mantiene además a su hija Graciela, de 36 años y divorciada, que perdió su empleo hace tres años, y a su nieto Ariel, de 10 años. Otra hija, Noemí, de 38 años, ha emigrado a Estados Unidos, donde trabaja como artista gráfica.
En teoría, Muñoz está jubilado. A los 52, tras 38 años de trabajo con la empresa papelera más grande de Chile, aceptó un paquete de jubilación anticipada promovido por el gobierno. Muñoz integra la última generación de chilenos que todavía reciben una jubilación pagada por el estado. Poco después de su retiro, Chile adoptó un sistema de pensiones en donde cada trabajador escoge un fondo privado para que administre sus aportes jubilatorios.
Pero el retiro de Muñoz no es diferente de sus años de trabajo. El día que dejó su viejo empleo comenzó a trabajar como vendedor a comisión para una empresa más pequeña porque, como explica, “la pensión no alcanza para cubrir nuestras cuentas”. Su esposa, que se quedó en la casa luego de nacer la primera hija del matrimonio, no tiene pensión alguna. Su suegra, quien trabajó 30 años en una fábrica textil, recibe una pensión mensual equivalente a unos 120 dólares de un sindicato.
No obstante, Muñoz se considera afortunado. Con su esposa son propietarios de un departamento de tres dormitorios en Nuñoa, un barrio de clase media en Santiago, y han terminado de pagar dos automóviles económicos. Muñoz puede pagar las cuotas mensuales de un seguro privado de salud y de un servicio de ambulancia. Ambas pólizas son esenciales porque es diabético y tiene problemas cardíacos crónicos. Pero el seguro no cubre los 150 dólares mensuales que cuestan las medicinas que debe tomar y sólo cubre parcialmente las consultas médicas y la atención hospitalaria, como una reciente angioplastía. Esos imprevistos y los del resto de su familia consumen gran parte de sus ingresos.
Recientemente, Muñoz acompañó a su esposa a visitar por primera vez a la hija que vive en Estados Unidos. Era el tipo de extravagancia que Muñoz había esperado poder permitirse con mucha más frecuencia a esta altura de sus vidas pero pasará mucho tiempo antes que pueda darse ese lujo nuevamente.
Bienvenido al futuro. Los retos que enfrentan Muñoz y su familia (sus nombres han sido cambiados para este artículo) no son nuevos. Pero en los próximos 25 años la proporción de familias en América Latina que se encontrarán en similares circunstancias crecerá a un ritmo sin precedentes.
Hace 30 años, la mujer latinoamericana promedio daba a luz seis niños y moría antes de los 65. Ahora, tiene probablemente menos de tres hijos y puede vivir más de 80 años. La expectativa de vida para los hombres, aunque menor que la femenina, también ha aumentado. Esos dos cambios, la caída abrupta en la fertilidad y los años adicionales de expectativa de vida, producen un cambio demográfico que tendrá profundas consecuencias para las sociedades latinoamericanas en los años venideros.
Se estima que actualmente 7,8 por ciento de los latinoamericanos, o sea 42 millones de personas de personas, tienen más de 60 años. En 25 años, ese porcentaje aumentará aproximadamente al doble, 14 por ciento, totalizando unos 98 millones de personas. En algunos países de la región, especialmente Uruguay, Argentina, Chile, Costa Rica y Cuba, el porcentaje de personas maduras aumentará mucho más rápidamente (ver gráfico). Lo mismo se puede decir de las naciones caribeñas. Hacia 2025, habrá allí unos 7,4 millones de personas mayores de 60 años, es decir 17 por ciento de la población caribeña.
Los efectos de ese giro demográfico han sido visibles en naciones industrializadas desde hace algunos años. Primero, existe el riesgo de que la población madura con problemas médicos más frecuentes y costosos caiga en la pobreza si carece de seguro médico y de una jubilación segura y suficiente. Inevitablemente, las sociedades deben pagar por atención médica, instalaciones hospitalarias y los servicios que los ancianos requieren, especialmente después de los 80 años de edad. En países que tienen beneficios definidos en materia de pensiones y de sistemas de salud, esos gastos adicionales mellarán gradualmente los presupuestos para otros servicios públicos, creando déficits y obligando a aumentar impuestos.
Ese sombrío pronóstico ha ganado espacio en los medios de comunicación en años recientes, alimentando la tendencia popular a ver la vejez como una carga social. Pero como dijeron los participantes del seminario “Madurez Activa” celebrado en junio en la sede del BID, hay formas más productivas de pensar acerca de las personas maduras. En el encuentro, expertos de todo el mundo en el tema de envejecer presentaron un creciente caudal de evidencia médica y social que demuestra que las personas mayores pueden tener plena funcionalidad por mucho más tiempo que el tradicionalmente asumido. “Lo que estamos encontrando, basado mayormente en la experiencia de países del Hemisferio Norte, es que la ancianidad no es una enfermedad”, explica Tomás Engler, el experto en salud del BID que organizó el encuentro. “En realidad, sólo una minoría de gente mayor está discapacitada o sufre limitaciones funcionales o de capacidad. La mayoría están activas o tienen el potencial de estarlo”.
En la reunión, el presidente del BID, Enrique V. Iglesias, dijo que las sociedades latinoamericanas deben tener en cuenta esta nueva evidencia y encontrar mejores formas de “aprovechar la extraordinaria riqueza humana de nuestra población mayor de 60 años”.
La noción de que las personas mayores son un recurso social poco aprovechado, y no una carga, está impulsando una amplio debate en las naciones industrializadas que ya tienen una gran proporción de personas mayores. Ese debate es crecientemente definido por grupos bien organizados, como la Asociación de Personas Retiradas de Estados Unidos, cuyos 33 millones de miembros han dado una poderosa voz política a los intereses de una parte de la población que solía ser ignorada por las autoridades en el pasado. Esos grupos están presionando en procura de nuevas leyes y regulaciones en áreas específicas como el acceso a lugares de trabajo y el precio de los remedios, a fin de crear una sociedad en donde la gente pueda vivir una vida activa, dinámica y productiva mucho más allá de la tradicional edad de retiro a los 65 años.
El desafío para América Latina. Aunque una pequeña comunidad de activistas sociales y de la salud en países de América Latina ha promovido más de una vez una visión similar, siempre chocaron con considerables obstáculos.
Durante el seminario realizado en el BID, el Banco presentó los resultados de tres estudios sobre la situación de las personas mayores en Chile, Argentina y Uruguay. Los estudios constituyen un llamado a la atención. En primer lugar, las jubilaciones son demasiado modestas como para cubrir las necesidades de la mayoría. Segundo, gran parte de la población mayor de 60 años no tiene pensión.
Por ejemplo, en Argentina, el país con el ingreso per cápita más elevado de Sudamérica, el estudio del BID informa que 26 por ciento de las personas mayores no tienen beneficios de retiro, mientras que 70 por ciento reciben menos de 300 dólares por mes cuando el gobierno calcula en 578 dólares mensuales el costo de “subsistencia mínima” para dos adultos. En Uruguay, con un costo de vida comparable al argentino, la pensión media es de 365 dólares mensuales.
La situación es similar cuando se trata de prestación de servicios médicos. Se estima que 18 por ciento de los argentinos mayores de 60 años no tienen seguro médico. En Chile, 93 por ciento de las personas mayores dependen del limitado sistema de salud pública porque no pueden pagar las pólizas de un seguro privado.
Dada esa situación, es fácil ver porqué alguien como Héctor Muñoz continúa trabajando. Encuestas de hombres y mujeres mayores de 60 años efectuadas como parte de los estudios comisionados por el BID indicaron que 25 por ciento de los consultados en Argentina y 16 por ciento en Uruguay siguen trabajando; en Chile, 39 por ciento de los hombres y 17 por ciento de las mujeres encuestados siguen trabajando.
En esos tres países toda la problemática de las jubilaciones y las edades de retiro se ha vuelto más compleja debido a sus reformas de sistemas de pensión. Quienes estaban en edad de retiro o próximos a ella cuando entraron en efecto los nuevos sistemas de ahorro individual generalmente siguen recibiendo pensiones financiadas por el estado. Pero muchos de quienes ya tenían más de 40 años se enfrentan con el dilema de que no llegarán a aportar lo suficiente como para asegurarse un retiro digno. Dado que los nuevos sistemas no han comenzado aún a pagar beneficios a un gran número de retirados y porque el monto de las pensiones estará dictado por la evolución a largo plazo de inversiones que están concentradas en bonos oficiales, los futuros beneficiarios encuentran difícil predecir qué ingresos tendrán cuando se retiren.
Esas incertidumbres hacen extremadamente difícil recomendar políticas en cuestiones como elevar la edad mínima de retiro, un cambio urgentemente necesario en países como Brasil, donde algunos trabajadores se pueden retirar mucho antes de cumplir 60 años. Las jubilaciones prematuras, combinadas con la generalizada evasión impositiva y el elevado índice de empleo informal, han creado grandes déficits y pasivos previsionales en Brasil y otros países latinoamericanos. Pero hasta que la gente sienta más confianza en que su futuro está asegurado, se mostrará reticente a renunciar a una jubilación temprana que termina siendo un suplemento del sueldo que obtendrán de sus nuevos empleos.
Más allá de las pensiones, los estudios del BID describen una variedad de desafíos en los sectores de salud pública, vivienda y servicios sociales. Como en otras partes del mundo, la profesión médica en esos tres países tiene una grave escasez de especialistas en gerontología y de enfermeras y terapeutas capacitados para atender las necesidades de personas mayores. Existe también una falta general de residencias adecuadas para ancianos. Aunque han proliferado las pequeñas residencias privadas, las autoridades regulatorias y de inspección carecen de recursos para asegurar que cumplen pautas sanitarias y profesionales adecuadas. Pero aun si la supervisión fuera mejor, eso no ayudaría a la mayoría de ancianos que no pueden cubrir el costo de residir en ellas.