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Dos lenguas y cuatro siglos unidos por un puente vivo

¿Cómo se puede transmitir una obra escrita en España hace 400 años a los lectores estadounidenses del siglo XXI? Edith Grossman, célebre y galardonada traductora que ha vertido al inglés obras de escritores contemporáneos tan aclamados como Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, exploró esa interrogante en una conferencia en la sede del BID.

Traducir el Quijote fue "un privilegio, un honor y una oportunidad espléndida”, declaró ante una audiencia de 250 personas. Cervantes es un escritor de espíritu moderno, agregó, puntualizando que abordó el proyecto de la misma forma en que emprende la traducción de novelas contemporáneas.

El español de Cervantes no era incomprensible ni arcaico cuando él escribió Don Quijote , explicó Grossman, así que ella usó un “inglés de la vida real” para su traducción, aunque tuvo que usar a veces notas a pie de página para esclarecer referencias poco claras. El inglés ha cambiado mucho más que el español en el curso de los siglos, afirmó. Por eso, a los lectores de lengua inglesa les resulta más difícil leer a Shakespeare que a los de lengua española leer a Cervantes.

La experiencia humana sigue siendo fundamentalmente la misma, señaló,. Son sólo las “superficialidades” las que varían de un lugar a otro y entre distintas épocas. Prueba de ello son, por ejemplo, la amistad que une a Don Quijote con Sancho Panza o la crueldad del duque y la duquesa al humillarles. Esas experiencias humanas compartidas, dijo Grossman, son lo que nos permite responder a una obra antigua y traducirla.

Para salvar la “distancia secular” entre el siglo XXI y el mundo de Cervantes, Grossman se apoyó en sus estudios sobre el Siglo de Oro español, pero se preguntaba al principio si eso sería suficiente. Estaba acostumbrada a consultar a los habitantes de la misma región geográfica donde se había criado el autor o incluso en ocasiones consultaba a los propios autores, pero esta vez estaba sola. Dos fuentes resultaron valiosísimas: las notas de Martín de Riquer, contenidas en la edición de Don Quijote que usó, y un diccionario español-inglés del siglo XVII que le envió un amigo.

La clave de cualquier traducción literaria, dijo, radica en “escuchar” lo que dice el autor y empezar a “hablar” con él—no necesariamente al unísono, sino en armonía, tratando de llegar a ese “lugar feliz donde puedo entrar en la mente del autor”.

Grossman habló en detalle de la “ingrata” profesión del traductor, condenando el desprecio con que la industria editorial los trata e insistiendo en que es un oficio verdaderamente “decente, honorable y posible”. El ideal de la “utópica empresa” de traducir es ser fiel al original, expuso, advirtiendo que nunca hay que confundir fidelidad con traducción literal.

Los idiomas no aceptan que se les regule, dijo, y desbordan los límites de los diccionarios en un estado de "eterna rebelión”. La dificultad se agrava al traducir porque el segundo idioma es “tan recalcitrante como el original”. El objetivo es conseguir el efecto y el ritmo del texto original en el segundo idioma. El contexto es la clave para lograrlo, insistió. “El significado de un trozo casi siempre puede comunicarse, pero el de las palabras casi nunca”.

El traductor debe hacer una lectura cuidadosa y crítica; debe conocer, sentir e intuir el significado; y sólo entonces reescribir texto y contexto. En otras palabras, dijo, el traductor es más un creador que un transmisor, es el “puente vivo que une dos universos”.

“Quise hacer una traducción de Don Quijote que se leyera con placer”, concluyó Grossman, para que los lectores de habla inglesa entendieran por qué es una obra maestra. A juzgar por las críticas y por el número de ejemplares que está vendiendo su traducción, lo ha conseguido.

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