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Una reconstrucción diferente

En Colombia, el gobierno le pidió a la sociedad civil que maneje la reconstrucción de la región cafetera devastada por los sismos de 1999

Fue el desastre natural más destructivo en la historia de Colombia.

El 25 de enero de 1999, dos terremotos de 6,2 y 5,8 grados en la Escala de Richter destruyeron más de 100.000 edificios de 28 municipios en la región económicamente estratégica del eje cafetero, matando a 1.185 personas y dejando sin hogar a más de 550.000 en una montañosa región de 1.360 kilómetros cuadrados ubicada entre el Océano Pacífico y la ciudad de Bogotá.

El impacto del desastre, cuyo costo económico aproximado fue equivalente al 2,2 por ciento del producto interno bruto, fue aún más grave al ocurrir durante un período de recesión económica.

“El Estado tuvo que enfrentar una crisis de credibilidad y legitimidad, porque su respuesta ante crisis similares del pasado había sido muy lenta”, dice Manuel Fernando Castro, asesor de la Dirección del Planeamiento de Colombia. En efecto, en muchos países latinoamericanos que sufren desastres naturales, los llamados planes de reconstrucción tienen una pésima fama. En los peores casos dichos programas han estado marcados por la incompetencia —al desperdiciar escasos fondos de asistencia en proyectos improvisados o mal concebidos— o la corrupción, cuando se malversan valiosos recursos públicos en proyectos fraudulentos.

Sin embargo, en esta ocasión Colombia estuvo a la altura del reto, según Jairo Salgado, especialista del BID en Bogotá que ayudó a coordinar la ayuda financiera del Banco en los esfuerzos de reconstrucción.

Las viviendas de unas 130.000 familias han sido reparadas o reconstruidas. Se han edificado 16.700 nuevas viviendas para familias previamente arrendatarias en áreas de alto riesgo sísmico. Estas familias fueron reubicadas y recibieron los títulos permanentes de sus nuevas casas, creando una nueva clase de propietarios de bajos ingresos. En total se repararon o se reconstruyeron 649 escuelas y 52 centros de salud en los 28 municipios afectados.

Aunque la meta oficial era sólo reconstruir la infraestructura dañada o destruida por los sismos, en algunos casos la región quedó mejor después del terremoto que antes. Los 300.000 habitantes de Armenia que vieron cómo el sismo destruía el 60 por ciento de su ciudad, disfrutan hoy de un nuevo aeropuerto, una nueva comisaría, un nuevo centro administrativo y nuevos hoteles.

Julián Orozco Flores, especialista de manejo de proyectos asignado al esfuerzo de reconstrucción en Armenia, dice que por fortuita coincidencia los terremotos ocurrieron “el día después de que Armenia terminó su Plan de Ordenamiento Territorial”. El plan requería construir un ‘centro administrativo’ que substituyera al ayuntamiento, y una nueva comisaría, y reubicar los cuarteles del ejército y el mercado del centro a las cercanías de la ciudad.

“Debido al terremoto y a la posterior reconstrucción, se pudieron construir los edificios nuevos ya especificados en el plan, y los cuarteles y el mercado fueron también reubicados”, dice Flores. Se construyeron varias escuelas nuevas en la llamada Ciudadela Educativa del Sur, como parte de una reorganización administrativa previamente contemplada que de pronto se hizo realidad gracias al proceso de reconstrucción.

Quizás lo más notable es que todo el proyecto se logró en sólo tres años y medio. “Un programa de reconstrucción de esta magnitud toma generalmente de cinco a seis años”, dice Castro.

Una salida radical. ¿Pero cómo es que el gobierno pudo hacerlo? La respuesta simple es que el gobierno no lo hizo. Convencidas de que los canales burocráticos tradicionales serían demasiado lentos e ineficaces, las autoridades colombianas idearon un audaz plan para movilizar a las organizaciones no gubernamentales y ponerlas a cargo de los esfuerzos de reconstrucción.

El gobierno seleccionó 28 universidades, cooperativas, grupos cívicos, y asociaciones profesionales para administrar las 32 zonas operacionales instaladas para el programa de reconstrucción. Estas ONG fueron responsables de identificar los proyectos de recuperación y a las familias que necesitaban reubicación y nuevas viviendas. También estuvieron a cargo de aplicar prácticas administrativas correctas, asegurar la participación de la población afectada e implementar salvaguardias ambientales. Finalmente, las ONG convocaron a licitación a firmas constructoras que posteriormente recibieron los contratos para efectuar la construcción.

El papel del gobierno quedó limitado a proporcionar la supervisión total proceso y a asignar los recursos del Fondo para la Reconstrucción y Desarrollo Social del Eje Cafetero (FOREC). Sólo 120 funcionarios públicos fueron asignados en forma permanente al programa de reconstrucción. Y para subrayar su compromiso con la intervención burocrática mínima, el 25 de julio del 2002 el gobierno disolvió oficialmente el FOREC, declarando que su misión había sido cumplida.

“Es importante señalar que 95 por ciento de los recursos del FOREC fueron dirigidos a inversiones y sólo 5 por ciento a costos administrativos, mientras que en una agencia estatal típica en Colombia cerca del 50 por ciento de los recursos se destinan gastos administrativos”, dice Edgar Aristizabal, experto técnico en vivienda que ayudó a FOREC en sus esfuerzos por reconstruir Armenia y comunidades vecinas.

El FOREC también aseguró que las actividades de reconstrucción siguieran modernas políticas de prevención de desastres. La Organización de las Naciones Unidas citó específicamente este aspecto de la estrategia al otorgar al programa de reconstrucción del FOREC el Premio Sasakaway para Prevención de Desastres en el año 2000. En su cita, la ONU elogió al FOREC por “su estupendo trabajo en integrar elementos básicos de prevención tales como planeamiento de uso de tierras, trazado de mapas de áreas de riesgo, respeto por códigos de construcción antisísmica”, así como por la velocidad y la eficacia de la reconstrucción.

El financiamiento de las organizaciones internacionales, incluyendo al BID, cubrió cerca del 40 por ciento de los $750 millones de dólares que costó la reconstrucción. En 1999 el BID aprobó un préstamo de emergencia de US$20 millones, seguido por US$133 millones en préstamos previamente aprobados a Colombia que fueron reprogramados y canalizados para las labores de reconstrucción, especialmente para viviendas, escuelas y centros de salud.

Soluciones propias. La descentralización no fue el único aspecto innovador del programa de reconstrucción.

Con el fin de aumentar la participación popular y la competencia en la oferta de casas subvencionadas construidas después del desastre, se permitió a los beneficiarios seleccionar un diseño de casa y posibles ubicaciones a través de exhibiciones públicas conocidas como “vitrinas mobiliarias”. Se formaron grupos comunitarios de base llamados Organizaciones Populares de Vivienda (OPV) para ayudar a organizar a las familias obligadas a abandonar viviendas destruidas o en zonas de alto riesgo sísmico. Las OPV ayudaban a estas familias a interpretar y comparar las opciones de vivienda disponibles y a completar los formularios necesarios para obtener el título de propiedad de sus nuevas viviendas.

Yagid Toro Guevara, un taxista de 42 años, viudo y con dos hijas, recibió una casa subvencionada a través su OPV y ahora vive en una comunidad llamada Ciudad Nuevo Amanecer. Asegura que la compra le dio un nuevo sentido de estabilidad y determinación. “Cuando uno es propietario de su casa, se espera con ilusión el momento de volver al hogar después del trabajo” agrega. “Uno sabe que ahora tiene algo importante que le pertenece”.

Otra innovación fue el uso del bahareque, una técnica local de construcción que utiliza un bambú gigante nativo conocido como guadua. Por siglos, los campesinos colombianos han usado el bahareque para construir casas económicas y asombrosamente durables. Aunque muchas de ellas fueron destruidas durante los terremotos del 99, en años recientes los ingenieros colombianos han perfeccionado técnicas para reforzar las paredes del baraheque haciéndolas altamente resistentes a los sismos.

Durante el programa de reconstrucción se edificaron doscientas de estas modernas casas de bahareque para los refugiados que las seleccionaron en las vitrinas mobiliarias. Las familias calificadas podían elegir entre una casa de bahareque de dos pisos y tres dormitorios, y otra casa, más costosa, de un dormitorio, hecha de ladrillo y cemento. Muchos de los que escogieron el modelo más pequeño, hecho de ladrillo “ahora se arrepienten?”, dice Aristizabal. “Nosotros sabemos que una casa de bahareque bien construida puede durar más de 100 años”.

Uno de los que eligieron una casa de bahareque fue José de Jesús Aguirre, un obrero de 44 años con cuatro niños y que hasta entonces había sido inquilino. Convertido en propietario de una casa subvencionada por el gobierno en Ciudad Alegría, una comunidad rural cerca de Armenia, él acota: “Mi padre tenía un bahareque y yo sé que son buenos”.

Como ocurre con cualquier programa de reconstrucción, éste no logró satisfacer a todos ni solucionó todos los problemas de la región. El auge de empleos de construcción que acompañó el período de reconstrucción ha comenzado a disminuir, causando el despido de muchos trabajadores. Y el sector productor de café, que todavía está intentando superar las consecuencias de la sobreproducción mundial, también contribuye al desempleo.

“El eje cafetalero ha venido sufriendo una recesión de casi diez años”, dice el economista gubernamental Jaime Niño, quien ayudó a supervisar el desmantelamiento administrativo del FOREC después de que sus funciones fueran oficialmente canceladas. “El café sufrió con la caída de precios en el mercado internacional. Han habido algunas tentativas de diversificación agrícola, pero la región todavía depende del café”. Por éstas y otras razones, muchos residentes están preocupados por el futuro económico de su región.

Sin embargo, para Jorge Enrique Sánchez, vendedor de frutas de 44 años de edad que vive en un nuevo poblado de 600 casas llamado Ciudadela Compartir, el futuro tiene al menos un aspecto positivo. La suya fue una de muchas familias reubicadas lejos de áreas de alto riesgo sísmico. Sánchez, quien ha convertido la sala de su nueva casa en un puesto de fruta, dice que esta vivienda es “casi igual” a la que se vio forzado a dejar. Pero, “por lo menos ahora no vivimos en una zona sísmica”, agrega.